20070111











Hace un año que ya no tengo abuelos (al menos ninguno que yo conozca). No sé por qué, pero siento la necesidad de publicitarlos un ratito.
Mi abuela se llamaba Elisa y fue una llolleína preciosa. Tenía unos ojos verdes que yo recuerdo violetas como los de Elizabeth Taylor, una nariz respingada (ella trató de moldear la mía con unos “ejercicios”, pero claramente no lo logró), pelo plateado y unas piernas rellenitas que creo haber heredado. Era una mujer con un amor casi infinito por sus hijos y nietos… digo casi porque siempre se reservó un pequeñito espacio para ella (no sé exactamente cuál era ese “espacio”, pero estoy segura de que existía).
Le encantaba cocinar… soñaba con tener un restorán donde serviría tortilla de champiñones, ensalada de atún con papas y aceitunas, manzanas asadas, flan con galletas de champaña… todas las cosas a las que les dedicaba horas antes del año nuevo o la navidad (seguro la lista no le hace mérito, pero es lo que recuerdo).
No sé qué es lo que aprendí de ella… pero seguro que mucho de ella quedó en mí (además de las piernas, claro está). Quizás sea su paciencia (que cada cinco años se acababa y volvía a nacer) o su dedicación por esos detallitos que nadie recuerda, pero que dejan una sensación tibia en el pecho.
Mi abuelo se llamaba Teodoro, era un hombre alto y de apariencia severa. Es el único hombre que me ha proclamado la mejor candidata para Miss Universo (a los 6 años).
Le gustaba mantener la casa y a sus mujeres en orden (entiéndase: suegra, esposa, hijas, nieta). Mi bisabuela lo sacaba de sus casillas; lo mismo pasaba con pololos (de quien fueran) y con mi dormitorio adolescente.
Nunca me calzó su imagen de soldado republicano español con la del señor conservador que yo veía. No sé, quizás nunca lo conocí bien.
Gozaba comiendo cabeza de cabrito, patitas de chancho y caldillo de congrio. La zapatería era su joyita y su siesta de todas las tardes, el momento para idear estrategias de marketing.
De él… mmmm… de él creo haberme quedado con la mala costumbre de encontrarme la razón a mi misma.
Mis abuelos se conocieron el Llolleo. Mi abuela era una bella adolescente y mi abuelo un galán español. No sé si es invento mío o no, pero deben haberse conocido en la estación de trenes.
Mi abuela se fue una noche de invierno y recuerdo no haber llorado como debí hacerlo. Mi abuelo se fue una tarde de verano a la hora de la siesta para poder retomar sus estrategias de marketing.
Mi abuela era la mujer que yo quería ser cuando niña y se fue antes de saber si era la mujer que yo quería ser cuando yo ya era mujer.
Mi abuelo poco a poco fue ablandando sus modos hasta ser mi abuelito e irse como un hombre amable, tierno y sin enojos.

Ojala los que los conocieron puedan agregar alguno de los miles de detalles que estoy dejando afuera.