20061218


Compré una caja de fósforos con tu nombre. Obviamente, lo hice para quemar cada quemadura que me dejaste y, obviamente, solo logré aumentarlas, profundizarlas, agravarlas.
Es indecisión lo que contrae y silencio lo que atemoriza.
Después de unos días miro la caja de fósforos otra vez y ya no tiene tu nombre… solo el nombre de un lugar que ya no me dice nada. Trato de recordar quién eres y tu cara aparece en mi mente como un algodón de dulce que se desintegra al contacto de la memoria… no sé si alguna vez te conocí, si te besé o si simplemente cruzamos una mirada rápida a la salida de un almacén. No sé si eres sustantivo común o propio ni si solo fuiste fruto de la hipnosis que me causan las cajas de fósforos.
Días después viajo en metro y el largo guardia de la estación Baquedano roza mi codo para pedirme amablemente que me aleje de la línea amarilla. Ese roce es el chasquido de uno de los fósforos y veo la largura del guardia desparramándose por los rieles. La gente asombrada ve cómo las partes del largo guardia quedan repartidas como fósforos de cabeza negra entre el andén oriente y el poniente.
De los cientos que habemos en esa estación, solo yo sé por qué la suma de los fósforos es más que el guardia. Cada mujer que desea tornear sus piernas baja a los rieles y recoge los fósforos sin doblar las rodillas. Estos fósforos pasarán a formar parte de la inmensidad de las carteras de estas mujeres y, pese de haber nacido por ti, nunca entrarán en la caja de fósforos que tenía tu nombre.
Una lágrima se me escapa al pensar en el largo guardia.